miércoles, 24 de febrero de 2010

La ciudad sin

En la ciudad callada y sola 
mi voz despierta una profunda  resonancia.
   
Mientras la noche va creciendo pronuncio un  nombre y este nombre me acompaña. 


La soledad es poderosa pero sucumbe ante mi voz enamorada. 

No puede haber nada tan fuerte como una voz cuando esa voz es la del alma.
En el sonido con que
suena siento el sonido de
     una música lejana.
Y en la energía remota que la mueve siento el calor de
     una remota llamarada.


Porque mi voz es una chispa de aquella hoguera
     que eterniza lo que abrasa.
Porque mi amor es una chispa de aquella hoguera
     que eterniza lo que abrasa.
Para poblar este desierto me basta y sobra con
     decir una palabra.
El dulce nombre que pronuncio para poblar este
     desierto es el de Laura.
Las cosas son inteligibles porque este nombre de mujer
     las ilumina.
Porque este nombre las arranca de las tinieblas en
     que estaban sumergidas.
Una por una recuperan su resplandor espiritual y
     resucitan.
Una por una se levantan con el candor y la belleza
     que teman.
La obscuridad desaparece mientras el sueño silencioso
     se disipa.
Por este nombre de los nombres hasta la muerte sin
     palabras tiene vida.
Ya no resuena entre las cosas el gran torrente de las
     noches y los días.
El tiempo calla y se detiene para escuchar esta perfecta
     melodía.
Mi vida entera permanece porque este nombre que
     recuerdo no me olvida.
Porque este nombre me sostiene con emoción desde su
     tierna lejanía.
Cuando mi boca lo ignoraba, la soledad era más honda
     que el silencio.
Cuando mi boca estaba muda, mi corazón era invisible
     como el viento.
Se conocía que vivía por la canción que lo tenía
     prisionero.
Pero vivía en otro mundo; para las cosas de este mundo
     estaba muerto.
Le pesadumbre de las horas era mas íntima que nunca
     en aquel tiempo.
Porque las noches eran largas; porque los días de las noches
     eran lentos.
La tierra estaba más obscura porque faltaban las estrellas
     en el cielo.
El manantial de donde brota la luz que alumbra el corazón
     estaba seco.
¿Qué hubiera sido de mi vida sin este nombre que pronuncio
     en el desierto ?
¿Qué hubiera sido de mi vida sin este amor que me acompaña desde lejos?
Lejos está la dulce causa del corazón, de la cabeza y de la mano.
Pero su ausencia es la del río, que con la fuente que lo llora
     vive atado.
Nunca he sentido como ahora la vecindad de la mujer que      estoy cantando.
Cuando el amor está presente no puede haber nada escondido ni lejano.
La luz del fuego que me alumbra ¿no es la que alumbra el corazón del ser amado?
La llamarada que me quema ¿no es la del fuego en que se quema sin descanso?
Aunque las leguas se interponen entre nosotros, ya no pueden separarnos.
Porque el amor que vence al tiempo no puede estar sino a cubierto del espacio.
Entre la dicha y mi existencia la diferencia que hubo ayer se va borrando.
El ser que nombro es el que, siendo, me da una vida  sin dolor ni sobresalto.


La ciudad sin Laura, de Francisco Luis Bernárdez